La preocupación por describir y explicar el
origen y formación de los vínculos afectivos tempranos se remonta a finales del
siglo XIX y principios del siglo XX. Desde el psicoanálisis, S. Freud (1909)
planteó que las raíces de nuestra vida emocional se hallan situadas en la
lactancia y primera infancia y relacionó lo acontecimientos de los primeros
años de la vida con el desarrollo posterior de la personalidad. Aunque
consideraba que el vínculo especial que se forma entre la madre y su bebé es un
impulso secundario. Es decir, el bebé
viene al mundo con una serie de necesidades fisiológicas primarias (hambre,
sed) que deben ser atendidas y satisfechas por los adultos que se encargan de
su cuidado. Como resultado del “ajuste” entre la necesidad infantil y la
disponibilidad del adulto, surge el apego o lazo afectivo entre ambos
componentes de la díada, generándose la necesidad en el niño de estar próximo
al adulto. Como consecuencia, el vínculo afectivo / emocional entre el bebé y
su madre es algo secundario a otras necesidades más básicas. Expresado en otras
palabras, y según estas perspectivas, el bebé no se vincula emocionalmente a
otras personas porque tenga necesidad de ello sino que lo hace como
consecuencia de recibir de ellas todo un repertorio de cuidados básicos (1)
Sin embargo, pronto comenzaron a cambiar estas
ideas debido tanto a las aportaciones realizadas desde dentro del propio
psicoanálisis como a las procedentes de otras disciplinas como la etología.
Dentro del psicoanálisis merece la pena destacar las investigaciones realizadas
por René Spitz (1946)(enlace con película), que basándose en el método de la observación directa,
aporta nuevas perspectivas sobre las relaciones que establece el niño en su
primer año de vida, donde incluye las relaciones afectivas como necesidades
básicas (2).

Ante estas evidencias, J. Bowlby, (enlace con película) psicoanalista inglés,
a finales de los años 50 comenzó a destacar la importancia que el apego tiene
sobre el desarrollo humano y a enfatizar que tan necesario es alimentar al niño
como darle muestras de cariño y afecto para asegurarle un desarrollo óptimo y
saludable. En 1985, Bowlby publicó un artículo a instancias de la Organización Mundial
de la Salud
(OMS) en el que se hacía eco de todos estos aspectos (4). Este psicoanalista
Británico integró conocimientos procedentes del psicoanálisis, etología,
psicología del desarrollo y procesamiento de la información para abordar de
modo diferente y más ajustado a la realidad el proceso de formación de los
vínculos afectivos en la infancia. Su teoría, conocida en nuestros días como teoría etológica del apego, aparece
recogida la idea de que el vínculo de apego surge como resultado de la
necesidad que tiene el niño de estar en proximidad de un número reducido de
adultos (a los que llamaremos en lo sucesivo bajo el término de figura (s) de
apego) que le rodean para asegurarse la supervivencia (5, 6,7)
Bowlby entendió el apego en términos de sistema
conductual, cuyos elementos funcionan para asegurar el fin último del
sistema, es decir, lograr la proximidad con la figura de apego cuando se siente
en peligro, amenazado o experimenta malestar. Este sistema conductual está
constituido por tres elementos perfectamente diferenciados:
1. Conductas
de apego: son aquellas conductas que el niño
utiliza para conseguir el fin, como por ejemplo, el llanto, la locomoción, la
sonrisa.
2. Los
modelos de trabajo internos: acerca del sí
mismo y de la figura de apego, que contienen información acerca de lo accesible
y disponible que se encuentra la figura de apego a los ojos del niño y la
valoración que tiene el niño acerca de sí mismo en su relación con la figura de
apego.
3. Sentimientos (grado
de seguridad experimentado por el niño cuando se encuentra próximo a la figura
de apego y malestar relacionado con la separación de ella.
Cuando
este sistema se encuentra en pleno funcionamiento el niño puede controlar el
acceso a las figuras de apego y mantener un grado de proximidad razonable,
incluso en situaciones que no conllevan una amenaza grave.
Al tiempo que Bowlby perfilaba los hitos
predominantes de su teoría, MaryAinsworth, (enlace con película) una psicóloga norteamericana, entró en contacto con Bowlby,
familiarizándose con su teoría e iniciando una colaboración estrecha con el
investigador. Ainsworth marcó la segunda fase en el desarrollo de la teoría del
apego, ya que se dedicó a observar el comportamiento de díadas madre-bebé
durante el primer año de vida de este último, y a extraer información empírica
que avalara los planteamientos de J. Bowlby. En ellas, la investigadora estuvo
registrando las edades en las que los niños empezaban a discriminar y
diferenciar a su madre del resto de personas, a llorar ante la partida de ésta,
y las diferencias entre el comportamiento del niño en presencia de la madre y
en su ausencia. Estas observaciones le sirvieron para comenzar a detectar la
existencia de diferencias en el modo en que se establecían los primeros
vínculos y a apreciar diferentes grados de seguridad en la relación de la
díada. También le permitieron sentar las bases de un instrumento para poder
detectar tales diferencias. Nos estamos refiriendo, como se puede intuir a la
conocida “Situación Extraña”, un
procedimiento observacional de laboratorio en el que se puede comprobar el uso
que hace el niño de su figura de apego como base de seguridad, y el equilibrio
existente entre ese sentimiento de seguridad y la actividad exploratoria
infantil (5)
Formación y
evolución del vínculo de apego durante la infancia y niñez.
Ainsworth y Bell (1970) definen el
apego como (5):
“...el lazo afectivo que
existe entre una persona o animal y otra persona o animal específico, un lazo
que los une en el espacio y que perdura a través del tiempo. La característica
conductual del vínculo es el empeño por lograr y mantener un cierto grado de
proximidad con respecto al objeto, grado que varía desde el contacto físico en
algunas circunstancias hasta la interacción a o comunicación a distancia en
otros casos...”
Este lazo afectivo o emocional entre
personas no surge repentinamente. Su aparición es consecuencia de un proceso
marcado por las sucesivas interacciones y encuentros que el niño mantiene con adultos
familiares. En términos generales, se considera que se encuentra establecido en
torno a los 12 meses de edad. Antes de que esto ocurra es necesario que el niño
adquiera una serie de competencias, tanto en el área cognitiva, como en la
emocional y social, ya que sin ellas difícilmente se podría vincular a las
personas que le rodean.
Los diferentes investigadores que han estudiado
y descrito este proceso coinciden en plantear cuatro etapas que se distribuyen durante los seis primeros años de
vida (5, 6,7)
Esta fase ocupa los dos primeros meses de vida del bebé y
se caracteriza por la aparición de un amplio repertorio de señales en el bebé
que son, en su mayoría, de carácter reflejo, aunque también posee otras capacidades
sensoriales y perceptivas que le permiten comunicarse y conocer a las personas
que le rodean. Durante esta primera fase, el recién nacido muestra preferencias
por estímulos estructurados, tridimensionales, móviles y por estímulos que
tengan un grado moderado de complejidad (Fantz, 1961/66). Todas estas
propiedades físicas las reúne el rostro humano. Asimismo, el recién nacido
prefiere los sonidos que poseen una intensidad y frecuencia similar a la voz
humana.
Todas estas capacidades incipientes son las
primeras herramientas que tiene el bebé para interactuar con las personas.
Bowlby (1969) destacó que las primeras conductas de apego que aparecen en el
repertorio del niño, y que le ayudan a estar cerca del adulto y mantenerse en
contacto físico con él son:
-Orientación visual y auditiva.
-Movimientos de cabeza y succión.
-Llanto.
-Aferramiento.
-Sonidos vocálicos.
-Sonrisa.
En estos primeros meses de vida, el
bebé emite estas conductas de forma indiscriminada, es decir, sin establecer
diferencias entre unas personas y otras; el bebé responde a su madre de la
misma forma que lo haría a otras personas y logra satisfacer sus necesidades
con cualquier persona que acuda y responda apropiadamente a sus demandas. En
definitiva, lo característico de estas interacciones tempranas bebé-cuidador es
que se encuentran determinadas por la limitada capacidad de respuesta del bebé
y por la capacidad del adulto para ajustarse a ellas. Si las iniciativas del
cuidador y sus respuestas se encuentran en sintonía con la conducta del niño
(es decir, si la respuesta del cuidador es capaz de dar fin a las conductas de
apego del bebé), pueden empezar a formarse patrones estables de interacción.
Este patrón sincrónico de conductas contribuye a minimizar conductas de apego
como el llanto y a provocar la aparición de otras más positivas como la
orientación visual y la sonrisa (5, 6, 7, 8, 9,10)
Fase II.
Fase
de formación del apego
Esta fase se prolonga hasta los seis meses de edad
aproximadamente. Durante estos meses, el bebé empieza a dar muestras de poder
diferenciar a las personas familiares de las desconocidas. El bebé presenta una
serie de comportamientos diferenciales entre los que destacan: la detención del
llanto ante personas familiares, la aparición del llanto cuando estas personas
se alejan del niño, mayor cantidad de sonrisas, vocalizaciones, saludos,
aferramiento y exploración en presencia de ellas y una orientación viso-motora
más frecuente y coordinada (5,9). En esta segunda fase, el bebé tiene una mayor
tendencia a iniciar interacciones sociales con el cuidador o cuidadores
principales.
Sin embargo, a pesar de esta
predilección, no se detecta en esta fase la presencia de reacciones de miedo
cuando el bebé se enfrenta a personas desconocidas o a contextos extraños, asimismo
tampoco aparecen muestras de ansiedad ante la separación de la figura (s) de
apego principal (es), lo cual parece indicar que el cuidador existe en tanto el
bebé puede interactuar con él.
Fase III.
Fase
clara de apego.
En esta nueva etapa se producen una
gran cantidad de cambios que dan lugar a la consolidación de la vinculación
afectiva. Esta fase se prolonga hasta
los 3 años aproximadamente. Los acontecimientos más relevantes de la misma
son:
-Aparición de nuevas conductas de apego.
-Surgimiento de nuevas habilidades comunicativas
y cognitivas.
-Elaboración de modelos de trabajo internos del
yo y de la figura de apego.
-Consolidación e interacción de los sistemas de
apego, exploración, afiliación y miedo.
Un cambio conductual importante que
incide en la aparición de nuevas conductas de apego es la locomoción. Como consecuencia de esta nueva capacidad
motora el niño, a partir de los 8 ó 9 meses, podrá presentar las siguientes
conductas de apego: aproximación preferencial hacia la figura de apego, seguimiento
preferencial hacia la figura de apego cuando ésta se aleja del niño, uso de la
figura de apego como base de exploración, aproximación hacia la figura de apego
cuando se siente en peligro.
Asimismo hay cambios en el área
cognitiva y comunicativa que contribuyen al funcionamiento del sistema de
apego. Con respecto a las habilidades cognitivas y desde la teoría de Piaget,
en esta etapa surge la permanencia del objeto (conocimiento de que los objetos
existen independientemente de la percepción que tengamos de ellos), y la
diferenciación medios-fines (uso de un esquema como medio para alcanzar un fin)
y, hacia el final del segundo año, emerge la capacidad para actuar sobre la
realidad de modo representacional. Las ganancias en las habilidades comunicativas
más relevantes se refieren al uso del
lenguaje como principal instrumento de comunicación: aparecen las primeras
palabras y frases y los gestos para comunicar sus deseos.
No sólo el sistema de apego (como conjunto de
conductas que se encuentra organizado en torno a una meta, a saber la
proximidad y el contacto físico con la figura de apego) se consolida en esta
fase. Otros tres sistemas conductuales relacionados con él también hacen su
aparición en ella. Los sistemas a los que nos referimos son: miedo, afiliativo y exploratorio.
1. El
sistema de miedo contiene el
conjunto de conductas de cautela, temor e inhibición que aparecen cuando el
niño se enfrenta a estimulación novedosa, sobre todo si proviene de personas no
familiares. Estas respuestas tienen su máxima manifestación entre los 8 y los
12 meses de edad, parecen desempeñar un valor adaptativo y se dan sobre todo en
culturas en las que el sistema de crianza característico se perfila sobre un
número reducido de cuidadores (Ainsworth, 1967). También aparecen reacciones de
ansiedad y de miedo cuando la figura de apego se aleja del lado del niño
(ansiedad de separación).
2. El sistema
afiliativo recoge el repertorio de conductas encaminadas a la búsqueda de
la proximidad e interacción con personas desconocidas.
3. El
sistema exploratorio, favorecido por
las nuevas posibilidades de desplazamiento autónomo, contribuye a que el niño
pueda mostrar conductas encaminadas a conocer y explorar el entorno físico.
Los sistemas de apego, miedo,
exploración y afiliación, además de estar presentes en la fase que estamos
describiendo, se relacionan e interactúan entre sí de manera que llega a ser
posible explicar el funcionamiento conductual del niño en relación con la
función reguladora que desempeña la figura de apego entre todos estos sistemas.
Pongamos un ejemplo que nos permita entender mejor el fenómeno al que estamos
aludiendo. Cuando el bebé se enfrenta a una persona no familiar puede que
reaccione con cierta cautela (en este momento podemos decir que se activa su sistema
de miedo), estos sentimientos de peligro le llevan a buscar la proximidad de su
figura de apego y a dejar las actividades que, en ese instante, estaba
desarrollando (en este caso se activa el sistema de apego y se inhibe el
sistema exploratorio); transcurridos los primeros minutos del desafortunado
encuentro, y dependiendo de la actitud y comportamiento de la persona extraña y
de la presencia/ausencia de la figura de apego, el bebé podría iniciar alguna
forma de interacción sociable con ella y recuperar su actividad exploratoria
(reduciéndose paulatinamente las respuestas de miedo) (con lo cual nos
encontraríamos en una situación en la que la activación del sistema afiliativo
provoca la activación del sistema exploratorio y la inhibición del de apego y miedo)
(5,6,7).
Fase IV.
Fase
de formación de una pareja con corrección de objetivos.
A partir de los 3 años y durante
toda la etapa preescolar el niño continúa experimentando cambios en el
funcionamiento de su sistema de apego. Uno de los cambios más llamativos es la reducción
en intensidad y frecuencia de las conductas de apego (4), ya que el niño
puede controlar más hábilmente (mediante el lenguaje y las habilidades motoras)
la localización de la figura de apego, y porque, al utilizar a la figura de apego
como base de seguridad, se atreve a realizar excursiones cada vez más alejadas
hacia aspectos del mundo social y físico que le quedan por explorar. Sin
embargo, en los momentos de peligro intenso (real o percibido), como es el caso
de la separación de larga duración de la figura de apego (por ejemplo, la
entrada a la escuela infantil, hospitalizaciones) el niño preescolar muestra de
nuevo con toda intensidad esas conductas de apego. Si estas separaciones son
breves, la duración del enfado suele ser bastante menor ya que los niños
preescolares parecen, al menos por un tiempo, esperar el regreso de la figura
de apego. Transcurridas estas separaciones, los reencuentros también son
diferentes a los niños de menor edad puesto que suelen necesitar menos del contacto
físico con la figura de apego para recuperar un estado emocional positivo y la
exploración del entorno (11,12).
Este cambio en el modo de
enfrentarse a las separaciones de la figura de apego, no obedece a la
desvinculación con el cuidador. Antes al contrario, como el niño preescolar ya
tiene capacidad para negociar los términos en los que se va a producir la
separación y la reunión antes de que se produzca la partida, depende cada vez
menos de la proximidad física para sentirse seguro y cómodo en una situación en
la que su figura de apego esté ausente, sobre todo si las razones de la misma
han sido aclaradas y aceptadas por la díada.
La relación entre los sistemas
conductuales de apego, miedo, exploración y afiliación también cambia en esta
fase. Greenberg y Marvin (1982) indicaron, al observar a niños de 3 y 4 años,
que cuando los niños se enfrentaban a personas no familiares no mostraban
miedo, ni acudían a su figura de apego; en su lugar, solían ignorarlas y
continuaban con la exploración. Otra respuesta bastante habitual ante esta
misma situación era la activación simultánea del sistema de miedo y el
afiliativo. Según los autores anteriores, esta nueva asociación podría ser el
inicio de las estrategias de interacción social con personas ajenas a su
entorno familiar y que abre al niño al mundo complejo de las relaciones
sociales.
Tipos y patrones de
apego.
Aunque todos los seres humanos pasan
por las fases anteriormente descritas a la hora de establecer y consolidar los
vínculos afectivos, no todos se vinculan de la misma forma a sus respectivas
figuras de apego. Se detectan verdaderas diferencias individuales en la calidad
que adopta el lazo afectivo. Estas diferencias se sitúan en torno a la
capacidad desarrollada por el niño para utilizar a su figura de apego como base
de seguridad (4,5), entendida como el estado de seguridad y de confianza en la
disponibilidad de la figura de apego. A partir de las observaciones realizadas
en Uganda y después en Baltimore, Ainsworth y sus colaboradores (1978)
detectaron la presencia de diferentes tipos de vinculación. Además estas
observaciones le permitieron diseñar un procedimiento observacional denominado “Situación Extraña” que posibilitaba la
identificación de distintos tipos de apego en torno al primer año de edad. A
partir de ella detectó tres patrones o
categorías de apego: seguro,
inseguro-evitativo e inseguro-ambivalente.
Los niños con apego seguro (tipo B) son aquellos que emplean a la figura de apego
como base segura de exploración y como fuente a la que acudir cuando se
encuentran molestos o en situaciones de peligro. Estos niños mantienen una
interacción con el cuidador marcada por el intercambio de objetos, por un
patrón de alejamiento-proximidad-alejamiento y por la presencia de la
interacción o comunicación a distancia. Cuando se produce la ausencia de la
figura de apego, el niño la busca y se malhumora, dando respuestas de
inhibición conductual o de llanto. Cuando se reúnen con la figura de apego
buscan restablecer el contacto con ella, bien a través de conductas a distancia
(miradas, sonrisas, gestos y vocalizaciones) bien a través de conductas más
cercanas como el intento por recuperar la proximidad y el contacto físico con
ella. Una vez recuperada o restablecida la meta de la díada, el niño será capaz
de reanudar sus actividades exploratorias. Los niños seguros recuperan
rápidamente la actividad exploratoria, una vez restablecida la meta. La
interacción de estos niños con personas desconocidas suele ser de recelo en los
primeros minutos y después de aceptación, aunque de forma paulatina y gradual.
Al alcanzar la edad preescolar, las
interacciones del niño seguro con su figura de apego siguen siendo fluidas y
sincrónicas. Las figuras de apego de estos niños con capaces de adaptarse a las
nuevas condiciones y capacidades del niño, y la díada niño-figura de apego
funciona tal y como describimos en la 4ª fase de formación del apego.
Los niños con apego inseguro-evitativo (tipo A) se muestran muy activos en sus
interacciones y juegos con juguetes, aunque su actividad exploratoria funciona
al margen de la figura de apego; no implican a la figura de apego en sus
actividades. Son niños que apenas muestran enfado cuando la figura de apego se
aleja de ellos, casi no experimentan ansiedad ante la separación, no tratan de
recuperarla, y cuando ésta se reencuentra con el niño éstos la ignoran e
incluso la evitan intensamente. El niño explora el entorno de forma activa y no
busca en ningún momento la proximidad con la figura de apego ni siquiera la
interacción a distancia con ella. Apenas dan muestras de miedo o cautela cuando
se encuentran con personas desconocidas. Las características de la interacción
son similares cuando ésta se produce con la figura de apego y cuando transcurre
con personas no familiares.
Como el niño ha aprendido en los primeros años
de su vida a responder a esta actitud de sus figuras de apego con una
estrategia evitativa, es esta estrategia la que suelen utilizar frecuentemente
en las interacciones que mantienen con ellas. Llegada la edad preescolar, este
modo de actuar es interpretado por el adulto como maleducado y grosero, y
provoca en el adulto respuestas de enfado y de rabia.
Los niños con apego inseguro-ambivalente (tipo C), al igual que los niños
evitativos, presentan dificultades para utilizar a su figura de apego como base
de seguridad. Son niños que interactúan escasamente con su figura de apego y
cuando lo hacen muestran conductas contradictorias en las que se mezcla la
búsqueda de la proximidad con el rechazo. Cuando se produce un proceso de
separación, son niños que reaccionan con elevados niveles de angustia, lloran
intensamente, aunque no realizan grandes esfuerzos por tratar de recuperar a la
figura de apego. Los reencuentros con la figura de apego son bastante dramáticos,
ya que el niño se resiste al contacto ofrecido por la figura de apego, no logra
tranquilizarse y difícilmente vuelve a recuperar la exploración y el juego. La
figura de apego, en este caso, no desarrolla adecuadamente su papel de base de
seguridad. Estos niños suelen tener, en promedio, niveles bajos de exploración
tanto en presencia de la figura de apego como en su ausencia. Las interacciones
mantenidas con personas desconocidas suelen ser bastante pobres y son muy
similares tanto si se encuentran en presencia del cuidador como si no; tampoco
en este caso, el cuidador es capaz de regular estos intercambios.
El niño ambivalente en edad
preescolar utiliza la agresividad y la amenaza como emociones fundamentales
para lograr sus objetivos, ya que parecen haber aprendido que éste es el único
modo por el cual pueden conseguir la atención de los adultos.
Con posterioridad, Main y Solomon
(1990) describieron un cuarto patrón de apego, al que denominaron Desorganizado (tipo D), ya que algunos
de los niños de las muestras estudiadas presentaban un patrón conductual que no
se ajustaba a ninguno de los patrones anteriormente descritos. Los niños que se
identifican en función de este tipo de apego presentan patrones de conducta
contradictorios (aparición repentina de conductas de apego, seguidas de
evitación e inmovilidad, juego placentero seguido rápidamente de malestar y de
enfado), mezclan las conductas de evitación con la búsqueda de la proximidad
hacia la figura de apego, movimientos incompletos, sin objetivo, y
estereotipias en presencia de la figura de apego, movimientos lentos,
manifestaciones variadas de temor hacia la figura de apego o con cualquier
objeto relacionado con ella, movimientos defensivos en presencia de ella,
expresión facial desorientada, etc. (13,14)
Los estudios realizados sobre la
distribución de estos patrones de apego en poblaciones normales en distintos
países del mundo indican que la mayoría de niños exhiben un patrón de apego
seguro (se estima que en torno a un 60-65%), que un 20 % aproximadamente tienen
una vinculación insegura-evitativa y entre un 10 y 15 % establecen un apego
ambivalente. El apego desorganizado suele ser más frecuente en poblaciones de
alto riesgo aunque también aparecen casos en poblaciones normales. Se estima que
un 80 % de niños que han experimentado alguna forma de maltrato tienen un
patrón desorganizado de vinculación ; también se han detectado porcentajes
elevados de este tipo de apego en poblaciones compuestas por madres afectadas
de depresión y alcoholismo y en familias en las que se dan graves problemas de
pareja (14,15)
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ISSN 0718-2228.
15. Burruelo
Arjona, J. Primeros vínculos en la vida y en las consultas). Revista pediatría
de Atención Primaria; 2002 vol II, nº 15.
Montserrat Alviani
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