El de la habitación de al lado debe de
estar borracho. No deja de cantar.

Canta a voces, ora entre risas, ora llorando, es extraño. ¡Pobre
hombre! Debe de tener el alma atormentada, que alegre canta tristes canciones,
con el tono más melancólico que he oído en mi vida. Y entre llantos canciones
que hablan de fiestas y esperanzas.
Aunque lo escucho amortiguado, en ocasiones canta estridente,
desafinado. En otras melodioso, con armonía, y cuando en una canción aparece la
palabra “ella” la repite sin parar y a voz en grito, como si quisiera hacer una
cacofonía que rebotase en las paredes. Lo grita desafiante, como dando a
entender una clave de su locura y su martirio, como si así quisiera exorcizar
un sentimiento.
Me perturba. Su voz se contagia, pues todos tenemos un “él” o un
“ella”, o incluso un “ello”, que gritar. Todos tenemos nuestra tortura,
nuestros demonios y temores, nuestros desalientos, nuestras hueras ilusiones,
nuestras lamentaciones, nuestros llantos y frustraciones. Escuchándolo me
vienen tantas cosas de dentro…
Pediré que me cambien. Eso haré. Que me alejen de él, que me
alejen cuanto antes, pues ya empieza su voz a ser la mía, ya empiezo a tararear
su música, a cantar sus canciones, a acompañar sus gritos, a llorar cuando él
llora y a reír cuando él ríe. Ya empiezo a sentir la necesidad de gritar con él
su “ella” que ahora es mi “ella” pero en vez de “ella” yo grito “¡basta!”. Lo
grito, lo grito con todos mis pulmones. Lo grito tan alto como puedo, hasta que
por fin parece que se hace el silencio. Y me despierto.
Para darme cuenta que no era otro el borracho, el atormentado,
sino yo, al tratar de zafarme de la cama de hospital a la que estoy atado. Y,
pese al regusto amargo de los fármacos en mi boca, recuerdo el perfume de su
piel, lo saboreo, lo huelo… Y es cuando, otra vez, me adormezco, canturreando
nuevamente una canción.

Canta a voces, ora entre risas, ora llorando, es extraño. ¡Pobre
hombre! Debe de tener el alma atormentada, que alegre canta tristes canciones,
con el tono más melancólico que he oído en mi vida. Y entre llantos canciones
que hablan de fiestas y esperanzas.
Aunque lo escucho amortiguado, en ocasiones canta estridente,
desafinado. En otras melodioso, con armonía, y cuando en una canción aparece la
palabra “ella” la repite sin parar y a voz en grito, como si quisiera hacer una
cacofonía que rebotase en las paredes. Lo grita desafiante, como dando a
entender una clave de su locura y su martirio, como si así quisiera exorcizar
un sentimiento.
Me perturba. Su voz se contagia, pues todos tenemos un “él” o un
“ella”, o incluso un “ello”, que gritar. Todos tenemos nuestra tortura,
nuestros demonios y temores, nuestros desalientos, nuestras hueras ilusiones,
nuestras lamentaciones, nuestros llantos y frustraciones. Escuchándolo me
vienen tantas cosas de dentro…
Pediré que me cambien. Eso haré. Que me alejen de él, que me
alejen cuanto antes, pues ya empieza su voz a ser la mía, ya empiezo a tararear
su música, a cantar sus canciones, a acompañar sus gritos, a llorar cuando él
llora y a reír cuando él ríe. Ya empiezo a sentir la necesidad de gritar con él
su “ella” que ahora es mi “ella” pero en vez de “ella” yo grito “¡basta!”. Lo
grito, lo grito con todos mis pulmones. Lo grito tan alto como puedo, hasta que
por fin parece que se hace el silencio. Y me despierto.
Para darme cuenta que no era otro el borracho, el atormentado,
sino yo, al tratar de zafarme de la cama de hospital a la que estoy atado. Y,
pese al regusto amargo de los fármacos en mi boca, recuerdo el perfume de su
piel, lo saboreo, lo huelo… Y es cuando, otra vez, me adormezco, canturreando
nuevamente una canción.