miércoles, 24 de junio de 2015

EL DE LA HABITACIÓN DE AL LADO


El de la habitación de al lado debe de estar borracho. No deja de cantar.


Canta a voces, ora entre risas, ora llorando, es extraño. ¡Pobre hombre! Debe de tener el alma atormentada, que alegre canta tristes canciones, con el tono más melancólico que he oído en mi vida. Y entre llantos canciones que hablan de fiestas y esperanzas.

Aunque lo escucho amortiguado, en ocasiones canta estridente, desafinado. En otras melodioso, con armonía, y cuando en una canción aparece la palabra “ella” la repite sin parar y a voz en grito, como si quisiera hacer una cacofonía que rebotase en las paredes. Lo grita desafiante, como dando a entender una clave de su locura y su martirio, como si así quisiera exorcizar un sentimiento.

Me perturba. Su voz se contagia, pues todos tenemos un “él” o un “ella”, o incluso un “ello”, que gritar. Todos tenemos nuestra tortura, nuestros demonios y temores, nuestros desalientos, nuestras hueras ilusiones, nuestras lamentaciones, nuestros llantos y frustraciones. Escuchándolo me vienen tantas cosas de dentro…
Pediré que me cambien. Eso haré. Que me alejen de él, que me alejen cuanto antes, pues ya empieza su voz a ser la mía, ya empiezo a tararear su música, a cantar sus canciones, a acompañar sus gritos, a llorar cuando él llora y a reír cuando él ríe. Ya empiezo a sentir la necesidad de gritar con él su “ella” que ahora es mi “ella” pero en vez de “ella” yo grito “¡basta!”. Lo grito, lo grito con todos mis pulmones. Lo grito tan alto como puedo, hasta que por fin parece que se hace el silencio. Y me despierto.

Para darme cuenta que no era otro el borracho, el atormentado, sino yo, al tratar de zafarme de la cama de hospital a la que estoy atado. Y, pese al regusto amargo de los fármacos en mi boca, recuerdo el perfume de su piel, lo saboreo, lo huelo… Y es cuando, otra vez, me adormezco, canturreando nuevamente una canción.