sábado, 24 de diciembre de 2011

SOY ALGO MÁS QUE UN TGD



Hoy me vino a  visitar, como ha hecho otros años por Navidad. Quería darme como ella dijo un pequeño regalo y al mismo tiempo que lo decía me entregó una gran bolsa roja que contenía una gran caja de bombones. Para mí fue un gran regalo verla con sus 17 años, oír sus planes de futuro y saber lo bien que se le daba el francés.

Mientras me hablaba comencé a recordar nuestros primeros encuentros. Tenía tres años y apenas llegaba a la mesa que había en mi despacho. En ese momento no nos pudimos comunicar. Su lenguaje era una gran catarata de palabras que saltaban, brincaban, se enredaban y me invadían. Sentía como las palabras rebotaban en la mesa, se desparramaban por ella y se desperdigaban por la habitación hasta escabullirse por debajo de la puerta. Mis compañeros asombrados, salían de sus despachos preguntando ¿pero qué es esto? .Como un río desbocado, las palabras entrelazadas al azar nos inundaban, llenaban nuestro espacio y nos dejaban a punto de desfallecer.

Cada semana se nos presentaba el mismo reto, hasta que aprendimos a nadar en ellas, a zambullirnos para buscar perlas en sus profundidades, a jugar a la comba en su cresta, a hacer sopas de letras. Poco a poco, la catarata se convirtió en una cascada que nos permitió bañarnos sin premura y disfrutar de cada momento. La comunicación nos enlazó.

Al volver de mis recuerdos, seguí escuchando sus planes de futuro, las carreras que más le gustaban. ¡No hay problema, su nota media es de 9! comentó su madre orgullosa. Ella me dijo que se acordaba mucho de mí en sus clases de psicología.

Me ha prometido que volverá cuando tenga más claro qué carrera elegir, tiene cuatro en el tintero y está sopesando la que más le gusta.

A mí lo que me encanta de sus visitas es poder hablar con ella y sentir como me abraza.

malviani

sábado, 17 de diciembre de 2011

Apego & Psicopatología: Una Revisión Actualizada Sobre los Modelos Etiológicos Parentales del Apego Desorganizado


La semana pasada realizamos una entrada  en la que comentamos el concepto de apego y su formación en la primera infancia así como las consecuencias psicopatológicas que puede generar la formación de un apego inadecuado.

En esta nueva entrada incluimos un artículo en el que se revisan distintos modelos explicativos del apego desorganizado. Es un estudio amplio y completo realizado por Felipe Lecannelier ,Lorena Ascanio, Fernanda Flores y Marianela Hoffmann. 

Como siempre esperamos que disfruten con esta nueva entrada.

El enlace para este trabajo es : http://teps.cl/files/2011/06/Art-11-lecannelier.pdf

sábado, 10 de diciembre de 2011

LA VINCULACIÓN AFECTIVA EN LA INFANCIA


La preocupación por describir y explicar el origen y formación de los vínculos afectivos tempranos se remonta a finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Desde el psicoanálisis, S. Freud (1909) planteó que las raíces de nuestra vida emocional se hallan situadas en la lactancia y primera infancia y relacionó lo acontecimientos de los primeros años de la vida con el desarrollo posterior de la personalidad. Aunque consideraba que el vínculo especial que se forma entre la madre y su bebé es un impulso secundario. Es decir, el bebé viene al mundo con una serie de necesidades fisiológicas primarias (hambre, sed) que deben ser atendidas y satisfechas por los adultos que se encargan de su cuidado. Como resultado del “ajuste” entre la necesidad infantil y la disponibilidad del adulto, surge el apego o lazo afectivo entre ambos componentes de la díada, generándose la necesidad en el niño de estar próximo al adulto. Como consecuencia, el vínculo afectivo / emocional entre el bebé y su madre es algo secundario a otras necesidades más básicas. Expresado en otras palabras, y según estas perspectivas, el bebé no se vincula emocionalmente a otras personas porque tenga necesidad de ello sino que lo hace como consecuencia de recibir de ellas todo un repertorio de cuidados básicos (1)

Sin embargo, pronto comenzaron a cambiar estas ideas debido tanto a las aportaciones realizadas desde dentro del propio psicoanálisis como a las procedentes de otras disciplinas como la etología. Dentro del psicoanálisis merece la pena destacar las investigaciones realizadas por René Spitz (1946)(enlace con película), que basándose en el método de la observación directa, aporta nuevas perspectivas sobre las relaciones que establece el niño en su primer año de vida, donde incluye las relaciones afectivas como necesidades básicas (2).

Por otra parte la etología, con sus descubrimientos dentro del reino animal también contribuyó a que se produjera un cambio en las concepciones reinantes hasta ese momento sobre el apego. Específicamente nos referimos a las aportaciones de Harlow (1961) y Lorenz (1971). (enlaces con películas). En su experimento, Harlow diseñó dos madres de alambre, una de ellas recubierta de tejido afelpado que no daba alimento a los monitos y la otra sólo de alambre con un biberón al que el monito podía acudir para alimentarse. Los monitos cuando se sentían amenazados, cansados o asustados acudían a la madre de felpa. Este experimento venía a demostrar que el proceso de alimentación no era la condición indispensable para establecer apegos, parecía más importante la calidez y el contacto físico confortable que le proporcionaba ese tejido. Así pues, se podía intuir, a partir de este experimento, que la necesidad de afecto, y de proximidad y contacto con los congéneres era una más a incluir dentro del repertorio de necesidades básicas del individuo. Dentro del mismo marco teórico, también debemos destacar las investigaciones de K. Lorenz, quién con su concepto de impronta o conducta de seguimiento que muestran ciertas especies animales hacia cualquier estímulo en movimiento, transcurridas pocas horas después del nacimiento, acentuó su naturaleza innata (3).

Ante estas evidencias, J. Bowlby, (enlace con película) psicoanalista inglés, a finales de los años 50 comenzó a destacar la importancia que el apego tiene sobre el desarrollo humano y a enfatizar que tan necesario es alimentar al niño como darle muestras de cariño y afecto para asegurarle un desarrollo óptimo y saludable. En 1985, Bowlby publicó un artículo a instancias de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en el que se hacía eco de todos estos aspectos (4). Este psicoanalista Británico integró conocimientos procedentes del psicoanálisis, etología, psicología del desarrollo y procesamiento de la información para abordar de modo diferente y más ajustado a la realidad el proceso de formación de los vínculos afectivos en la infancia. Su teoría, conocida en nuestros días como teoría etológica del apego, aparece recogida la idea de que el vínculo de apego surge como resultado de la necesidad que tiene el niño de estar en proximidad de un número reducido de adultos (a los que llamaremos en lo sucesivo bajo el término de figura (s) de apego) que le rodean para asegurarse la supervivencia (5, 6,7)
Bowlby entendió el apego en términos de sistema conductual, cuyos elementos funcionan para asegurar el fin último del sistema, es decir, lograr la proximidad con la figura de apego cuando se siente en peligro, amenazado o experimenta malestar. Este sistema conductual está constituido por tres elementos perfectamente diferenciados:
1.  Conductas de apego: son aquellas conductas que el niño utiliza para conseguir el fin, como por ejemplo, el llanto, la locomoción, la sonrisa.
2.  Los modelos de trabajo internos: acerca del sí mismo y de la figura de apego, que contienen información acerca de lo accesible y disponible que se encuentra la figura de apego a los ojos del niño y la valoración que tiene el niño acerca de sí mismo en su relación con la figura de apego.
3.  Sentimientos (grado de seguridad experimentado por el niño cuando se encuentra próximo a la figura de apego y malestar relacionado con la separación de ella.
Cuando este sistema se encuentra en pleno funcionamiento el niño puede controlar el acceso a las figuras de apego y mantener un grado de proximidad razonable, incluso en situaciones que no conllevan una amenaza grave.

Al tiempo que Bowlby perfilaba los hitos predominantes de su teoría, MaryAinsworth, (enlace con película) una psicóloga norteamericana, entró en contacto con Bowlby, familiarizándose con su teoría e iniciando una colaboración estrecha con el investigador. Ainsworth marcó la segunda fase en el desarrollo de la teoría del apego, ya que se dedicó a observar el comportamiento de díadas madre-bebé durante el primer año de vida de este último, y a extraer información empírica que avalara los planteamientos de J. Bowlby. En ellas, la investigadora estuvo registrando las edades en las que los niños empezaban a discriminar y diferenciar a su madre del resto de personas, a llorar ante la partida de ésta, y las diferencias entre el comportamiento del niño en presencia de la madre y en su ausencia. Estas observaciones le sirvieron para comenzar a detectar la existencia de diferencias en el modo en que se establecían los primeros vínculos y a apreciar diferentes grados de seguridad en la relación de la díada. También le permitieron sentar las bases de un instrumento para poder detectar tales diferencias. Nos estamos refiriendo, como se puede intuir a la conocida “Situación Extraña”, un procedimiento observacional de laboratorio en el que se puede comprobar el uso que hace el niño de su figura de apego como base de seguridad, y el equilibrio existente entre ese sentimiento de seguridad y la actividad exploratoria infantil (5) 

Formación y evolución del vínculo de apego durante la infancia y niñez.
           
Ainsworth y Bell (1970) definen el apego como (5):

“...el lazo afectivo que existe entre una persona o animal y otra persona o animal específico, un lazo que los une en el espacio y que perdura a través del tiempo. La característica conductual del vínculo es el empeño por lograr y mantener un cierto grado de proximidad con respecto al objeto, grado que varía desde el contacto físico en algunas circunstancias hasta la interacción a o comunicación a distancia en otros casos...”

            Este lazo afectivo o emocional entre personas no surge repentinamente. Su aparición es consecuencia de un proceso marcado por las sucesivas interacciones y encuentros que el niño mantiene con adultos familiares. En términos generales, se considera que se encuentra establecido en torno a los 12 meses de edad. Antes de que esto ocurra es necesario que el niño adquiera una serie de competencias, tanto en el área cognitiva, como en la emocional y social, ya que sin ellas difícilmente se podría vincular a las personas que le rodean.
Los diferentes investigadores que han estudiado y descrito este proceso coinciden en plantear cuatro etapas que se distribuyen durante los seis primeros años de vida (5, 6,7)

 Fase I. Fase inicial de preapego.
       
     Esta fase ocupa los dos primeros meses de vida del bebé y se caracteriza por la aparición de un amplio repertorio de señales en el bebé que son, en su mayoría, de carácter reflejo, aunque también posee otras capacidades sensoriales y perceptivas que le permiten comunicarse y conocer a las personas que le rodean. Durante esta primera fase, el recién nacido muestra preferencias por estímulos estructurados, tridimensionales, móviles y por estímulos que tengan un grado moderado de complejidad (Fantz, 1961/66). Todas estas propiedades físicas las reúne el rostro humano. Asimismo, el recién nacido prefiere los sonidos que poseen una intensidad y frecuencia similar a la voz humana.
Todas estas capacidades incipientes son las primeras herramientas que tiene el bebé para interactuar con las personas. Bowlby (1969) destacó que las primeras conductas de apego que aparecen en el repertorio del niño, y que le ayudan a estar cerca del adulto y mantenerse en contacto físico con él son:
-Orientación visual y auditiva.
-Movimientos de cabeza y succión.
-Llanto.
-Aferramiento.
-Sonidos vocálicos.
-Sonrisa.
            En estos primeros meses de vida, el bebé emite estas conductas de forma indiscriminada, es decir, sin establecer diferencias entre unas personas y otras; el bebé responde a su madre de la misma forma que lo haría a otras personas y logra satisfacer sus necesidades con cualquier persona que acuda y responda apropiadamente a sus demandas. En definitiva, lo característico de estas interacciones tempranas bebé-cuidador es que se encuentran determinadas por la limitada capacidad de respuesta del bebé y por la capacidad del adulto para ajustarse a ellas. Si las iniciativas del cuidador y sus respuestas se encuentran en sintonía con la conducta del niño (es decir, si la respuesta del cuidador es capaz de dar fin a las conductas de apego del bebé), pueden empezar a formarse patrones estables de interacción. Este patrón sincrónico de conductas contribuye a minimizar conductas de apego como el llanto y a provocar la aparición de otras más positivas como la orientación visual y la sonrisa (5, 6, 7, 8, 9,10)

Fase II. Fase de formación del apego
           
Esta fase se prolonga hasta los seis meses de edad aproximadamente. Durante estos meses, el bebé empieza a dar muestras de poder diferenciar a las personas familiares de las desconocidas. El bebé presenta una serie de comportamientos diferenciales entre los que destacan: la detención del llanto ante personas familiares, la aparición del llanto cuando estas personas se alejan del niño, mayor cantidad de sonrisas, vocalizaciones, saludos, aferramiento y exploración en presencia de ellas y una orientación viso-motora más frecuente y coordinada (5,9). En esta segunda fase, el bebé tiene una mayor tendencia a iniciar interacciones sociales con el cuidador o cuidadores principales.
Sin embargo, a pesar de esta predilección, no se detecta en esta fase la presencia de reacciones de miedo cuando el bebé se enfrenta a personas desconocidas o a contextos extraños, asimismo tampoco aparecen muestras de ansiedad ante la separación de la figura (s) de apego principal (es), lo cual parece indicar que el cuidador existe en tanto el bebé puede interactuar con él.

Fase III. Fase clara de apego.

            En esta nueva etapa se producen una gran cantidad de cambios que dan lugar a la consolidación de la vinculación afectiva. Esta fase se prolonga hasta los 3 años aproximadamente. Los acontecimientos más relevantes de la misma son:
-Aparición de nuevas conductas de apego.
-Surgimiento de nuevas habilidades comunicativas y cognitivas.
-Elaboración de modelos de trabajo internos del yo y de la figura de apego.
-Consolidación e interacción de los sistemas de apego, exploración, afiliación y miedo.
            Un cambio conductual importante que incide en la aparición de nuevas conductas de apego es la locomoción. Como consecuencia de esta nueva capacidad motora el niño, a partir de los 8 ó 9 meses, podrá presentar las siguientes conductas de apego: aproximación preferencial hacia la figura de apego, seguimiento preferencial hacia la figura de apego cuando ésta se aleja del niño, uso de la figura de apego como base de exploración, aproximación hacia la figura de apego cuando se siente en peligro.
            Asimismo hay cambios en el área cognitiva y comunicativa que contribuyen al funcionamiento del sistema de apego. Con respecto a las habilidades cognitivas y desde la teoría de Piaget, en esta etapa surge la permanencia del objeto (conocimiento de que los objetos existen independientemente de la percepción que tengamos de ellos), y la diferenciación medios-fines (uso de un esquema como medio para alcanzar un fin) y, hacia el final del segundo año, emerge la capacidad para actuar sobre la realidad de modo representacional. Las ganancias en las habilidades comunicativas más relevantes se refieren al uso del lenguaje como principal instrumento de comunicación: aparecen las primeras palabras y frases y los gestos para comunicar sus deseos.


No sólo el sistema de apego (como conjunto de conductas que se encuentra organizado en torno a una meta, a saber la proximidad y el contacto físico con la figura de apego) se consolida en esta fase. Otros tres sistemas conductuales relacionados con él también hacen su aparición en ella. Los sistemas a los que nos referimos son: miedo, afiliativo y exploratorio.
1.  El sistema de miedo contiene el conjunto de conductas de cautela, temor e inhibición que aparecen cuando el niño se enfrenta a estimulación novedosa, sobre todo si proviene de personas no familiares. Estas respuestas tienen su máxima manifestación entre los 8 y los 12 meses de edad, parecen desempeñar un valor adaptativo y se dan sobre todo en culturas en las que el sistema de crianza característico se perfila sobre un número reducido de cuidadores (Ainsworth, 1967). También aparecen reacciones de ansiedad y de miedo cuando la figura de apego se aleja del lado del niño (ansiedad de separación).
2.   El sistema afiliativo recoge el repertorio de conductas encaminadas a la búsqueda de la proximidad e interacción con personas desconocidas.
3.  El sistema exploratorio, favorecido por las nuevas posibilidades de desplazamiento autónomo, contribuye a que el niño pueda mostrar conductas encaminadas a conocer y explorar el entorno físico.
            Los sistemas de apego, miedo, exploración y afiliación, además de estar presentes en la fase que estamos describiendo, se relacionan e interactúan entre sí de manera que llega a ser posible explicar el funcionamiento conductual del niño en relación con la función reguladora que desempeña la figura de apego entre todos estos sistemas. Pongamos un ejemplo que nos permita entender mejor el fenómeno al que estamos aludiendo. Cuando el bebé se enfrenta a una persona no familiar puede que reaccione con cierta cautela (en este momento podemos decir que se activa su sistema de miedo), estos sentimientos de peligro le llevan a buscar la proximidad de su figura de apego y a dejar las actividades que, en ese instante, estaba desarrollando (en este caso se activa el sistema de apego y se inhibe el sistema exploratorio); transcurridos los primeros minutos del desafortunado encuentro, y dependiendo de la actitud y comportamiento de la persona extraña y de la presencia/ausencia de la figura de apego, el bebé podría iniciar alguna forma de interacción sociable con ella y recuperar su actividad exploratoria (reduciéndose paulatinamente las respuestas de miedo) (con lo cual nos encontraríamos en una situación en la que la activación del sistema afiliativo provoca la activación del sistema exploratorio y la inhibición del de apego y miedo) (5,6,7).


Fase IV. Fase de formación de una pareja con corrección de objetivos.
          
 A partir de los 3 años y durante toda la etapa preescolar el niño continúa experimentando cambios en el funcionamiento de su sistema de apego. Uno de los cambios más llamativos es la reducción en intensidad y frecuencia de las conductas de apego (4), ya que el niño puede controlar más hábilmente (mediante el lenguaje y las habilidades motoras) la localización de la figura de apego, y porque, al utilizar a la figura de apego como base de seguridad, se atreve a realizar excursiones cada vez más alejadas hacia aspectos del mundo social y físico que le quedan por explorar. Sin embargo, en los momentos de peligro intenso (real o percibido), como es el caso de la separación de larga duración de la figura de apego (por ejemplo, la entrada a la escuela infantil, hospitalizaciones) el niño preescolar muestra de nuevo con toda intensidad esas conductas de apego. Si estas separaciones son breves, la duración del enfado suele ser bastante menor ya que los niños preescolares parecen, al menos por un tiempo, esperar el regreso de la figura de apego. Transcurridas estas separaciones, los reencuentros también son diferentes a los niños de menor edad puesto que suelen necesitar menos del contacto físico con la figura de apego para recuperar un estado emocional positivo y la exploración del entorno (11,12).
            Este cambio en el modo de enfrentarse a las separaciones de la figura de apego, no obedece a la desvinculación con el cuidador. Antes al contrario, como el niño preescolar ya tiene capacidad para negociar los términos en los que se va a producir la separación y la reunión antes de que se produzca la partida, depende cada vez menos de la proximidad física para sentirse seguro y cómodo en una situación en la que su figura de apego esté ausente, sobre todo si las razones de la misma han sido aclaradas y aceptadas por la díada.
            La relación entre los sistemas conductuales de apego, miedo, exploración y afiliación también cambia en esta fase. Greenberg y Marvin (1982) indicaron, al observar a niños de 3 y 4 años, que cuando los niños se enfrentaban a personas no familiares no mostraban miedo, ni acudían a su figura de apego; en su lugar, solían ignorarlas y continuaban con la exploración. Otra respuesta bastante habitual ante esta misma situación era la activación simultánea del sistema de miedo y el afiliativo. Según los autores anteriores, esta nueva asociación podría ser el inicio de las estrategias de interacción social con personas ajenas a su entorno familiar y que abre al niño al mundo complejo de las relaciones sociales.

Tipos y patrones de apego.

       Aunque todos los seres humanos pasan por las fases anteriormente descritas a la hora de establecer y consolidar los vínculos afectivos, no todos se vinculan de la misma forma a sus respectivas figuras de apego. Se detectan verdaderas diferencias individuales en la calidad que adopta el lazo afectivo. Estas diferencias se sitúan en torno a la capacidad desarrollada por el niño para utilizar a su figura de apego como base de seguridad (4,5), entendida como el estado de seguridad y de confianza en la disponibilidad de la figura de apego. A partir de las observaciones realizadas en Uganda y después en Baltimore, Ainsworth y sus colaboradores (1978) detectaron la presencia de diferentes tipos de vinculación. Además estas observaciones le permitieron diseñar un procedimiento observacional denominado “Situación Extraña” que posibilitaba la identificación de distintos tipos de apego en torno al primer año de edad. A partir de ella detectó tres patrones o categorías de apego: seguro, inseguro-evitativo e inseguro-ambivalente.
           
 Los niños con apego seguro (tipo B) son aquellos que emplean a la figura de apego como base segura de exploración y como fuente a la que acudir cuando se encuentran molestos o en situaciones de peligro. Estos niños mantienen una interacción con el cuidador marcada por el intercambio de objetos, por un patrón de alejamiento-proximidad-alejamiento y por la presencia de la interacción o comunicación a distancia. Cuando se produce la ausencia de la figura de apego, el niño la busca y se malhumora, dando respuestas de inhibición conductual o de llanto. Cuando se reúnen con la figura de apego buscan restablecer el contacto con ella, bien a través de conductas a distancia (miradas, sonrisas, gestos y vocalizaciones) bien a través de conductas más cercanas como el intento por recuperar la proximidad y el contacto físico con ella. Una vez recuperada o restablecida la meta de la díada, el niño será capaz de reanudar sus actividades exploratorias. Los niños seguros recuperan rápidamente la actividad exploratoria, una vez restablecida la meta. La interacción de estos niños con personas desconocidas suele ser de recelo en los primeros minutos y después de aceptación, aunque de forma paulatina y gradual.
            Al alcanzar la edad preescolar, las interacciones del niño seguro con su figura de apego siguen siendo fluidas y sincrónicas. Las figuras de apego de estos niños con capaces de adaptarse a las nuevas condiciones y capacidades del niño, y la díada niño-figura de apego funciona tal y como describimos en la 4ª fase de formación del apego.

            Los niños con apego inseguro-evitativo (tipo A) se muestran muy activos en sus interacciones y juegos con juguetes, aunque su actividad exploratoria funciona al margen de la figura de apego; no implican a la figura de apego en sus actividades. Son niños que apenas muestran enfado cuando la figura de apego se aleja de ellos, casi no experimentan ansiedad ante la separación, no tratan de recuperarla, y cuando ésta se reencuentra con el niño éstos la ignoran e incluso la evitan intensamente. El niño explora el entorno de forma activa y no busca en ningún momento la proximidad con la figura de apego ni siquiera la interacción a distancia con ella. Apenas dan muestras de miedo o cautela cuando se encuentran con personas desconocidas. Las características de la interacción son similares cuando ésta se produce con la figura de apego y cuando transcurre con personas no familiares.
               Como el niño ha aprendido en los primeros años de su vida a responder a esta actitud de sus figuras de apego con una estrategia evitativa, es esta estrategia la que suelen utilizar frecuentemente en las interacciones que mantienen con ellas. Llegada la edad preescolar, este modo de actuar es interpretado por el adulto como maleducado y grosero, y provoca en el adulto respuestas de enfado y de rabia.

            Los niños con apego inseguro-ambivalente (tipo C), al igual que los niños evitativos, presentan dificultades para utilizar a su figura de apego como base de seguridad. Son niños que interactúan escasamente con su figura de apego y cuando lo hacen muestran conductas contradictorias en las que se mezcla la búsqueda de la proximidad con el rechazo. Cuando se produce un proceso de separación, son niños que reaccionan con elevados niveles de angustia, lloran intensamente, aunque no realizan grandes esfuerzos por tratar de recuperar a la figura de apego. Los reencuentros con la figura de apego son bastante dramáticos, ya que el niño se resiste al contacto ofrecido por la figura de apego, no logra tranquilizarse y difícilmente vuelve a recuperar la exploración y el juego. La figura de apego, en este caso, no desarrolla adecuadamente su papel de base de seguridad. Estos niños suelen tener, en promedio, niveles bajos de exploración tanto en presencia de la figura de apego como en su ausencia. Las interacciones mantenidas con personas desconocidas suelen ser bastante pobres y son muy similares tanto si se encuentran en presencia del cuidador como si no; tampoco en este caso, el cuidador es capaz de regular estos intercambios.
            El niño ambivalente en edad preescolar utiliza la agresividad y la amenaza como emociones fundamentales para lograr sus objetivos, ya que parecen haber aprendido que éste es el único modo por el cual pueden conseguir la atención de los adultos.

         Con posterioridad, Main y Solomon (1990) describieron un cuarto patrón de apego, al que denominaron Desorganizado (tipo D), ya que algunos de los niños de las muestras estudiadas presentaban un patrón conductual que no se ajustaba a ninguno de los patrones anteriormente descritos. Los niños que se identifican en función de este tipo de apego presentan patrones de conducta contradictorios (aparición repentina de conductas de apego, seguidas de evitación e inmovilidad, juego placentero seguido rápidamente de malestar y de enfado), mezclan las conductas de evitación con la búsqueda de la proximidad hacia la figura de apego, movimientos incompletos, sin objetivo, y estereotipias en presencia de la figura de apego, movimientos lentos, manifestaciones variadas de temor hacia la figura de apego o con cualquier objeto relacionado con ella, movimientos defensivos en presencia de ella, expresión facial desorientada, etc. (13,14)
            Los estudios realizados sobre la distribución de estos patrones de apego en poblaciones normales en distintos países del mundo indican que la mayoría de niños exhiben un patrón de apego seguro (se estima que en torno a un 60-65%), que un 20 % aproximadamente tienen una vinculación insegura-evitativa y entre un 10 y 15 % establecen un apego ambivalente. El apego desorganizado suele ser más frecuente en poblaciones de alto riesgo aunque también aparecen casos en poblaciones normales. Se estima que un 80 % de niños que han experimentado alguna forma de maltrato tienen un patrón desorganizado de vinculación ; también se han detectado porcentajes elevados de este tipo de apego en poblaciones compuestas por madres afectadas de depresión y alcoholismo y en familias en las que se dan graves problemas de pareja (14,15)

REFERENCIAS

1.    Juárez-Hernandez, M.C. El Apego Madre-Infante, como una relación intersubjetiva: Una contribución de la Teoría del Apego al psicoanálisis. Ponencia presentada en el XII Interantional Forum of Psicoanálisis. 22-25 May. 2002.  Oslo, Noruega
2.    Spitz, R.  El primer año de vida del niño. Fondo de cultura Económica, 1993.
3.    Elbl-Eibesfeldt, I. Etología. Introducción al estudio comparado del comportamiento. Ed. Omega ,1979.
4.    OMS. Recomendaciones de la OMS sobre el Nacimiento. Declaración de Fortaleza 1985. Lancet; 2:436-37. Traducción ACPAM.
5.    Bowlby, J.). El vínculo afectivo.  Barcelona: Paidós Psicología Profunda ,1990. (Trabajo original publicado en 1969).
6.    Bowlby, J. Una base segura. Aplicaciones clínicas de una teoría del apego.  Barcelona: Paidós Psicología Profunda, 1989.
7.    Bowlby, J.). Vínculos afectivos: Formación, desarrollo y pérdida. ED. Morata. 1986
8.    Brazelton, B. T. & Cramer B.G. La Relación más temprana. Padres, bebés y el drama del apego inicial. Barcelona: Paidós Psicología Profunda, 1993.
9.    Pérez-Sánchez, M. Observación de bebés. Relaciones emocionales en el primer año de vida. Paidós Educador, 1989.
10. Garelli, J.C. y Montuori, E. Vínculo afectivo materno-filial en la primera infancia y teoría del attachment. Arch Arg Pediatr, 1997; vol 95:122.
11. Bowlby, J.). La separación afectiva. Barcelona: Paidós Psicología Profunda 1985. (Trabajo original publicado en 1973).
12. Bowlby, J.). La pérdida afectiva. . Barcelona: Paidós Psicología Profunda 1983. (Trabajo original publicado en 1980).
13. Díaz Atienza. Vínculo y psicopatología en la Infancia. (Texto completo). Disponible en: www.paidopsiquiatria.com/trabajos/apego.ppt
14. MARTINEZ, C y SANTELICES, M. P. Evaluación del Apego en el Adulto: Una Revisión.  Psykhe. [online]. mayo 2005, vol.14, no.1 [citado 29 marzo 2006], p.181-191.  Disponible en la World Wide Web: http://scielo-test.conicyt.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0718-22282005000100014&lng=es&nrm=iso>. ISSN 0718-2228.  
15. Burruelo Arjona, J. Primeros vínculos en la vida y en las consultas). Revista pediatría de Atención Primaria; 2002 vol II, nº 15.

Montserrat Alviani